Cuadro de Nuria Armengol La Tierra Prometida, óleo sobre lienzo, 150 x 150 cm, 2000
Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el
puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las
velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente
de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco,
parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima
de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar
continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra,
se acariciaba el mentón azulado.
Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla
embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie
de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de
templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba
tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era
más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía;
su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la de
las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una
enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban
inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez
en cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso del
artesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de un
azul muelle y descolorido.
Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como
un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio.
El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena,
y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas
que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y
rasas de los centauros.
Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del
palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio
de honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres,
asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron en
vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes
como la hoja de un sable.
Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió los
cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó
los dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado,
en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin,
un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, noche
tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel
suficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarse
con el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangre
seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo
en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que
no hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellos
en su establo y no se alterasen las serpientes que chupan la
leche del claro de luna.
Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de
las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna
de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron
sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china
ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pues
las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su
piel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida
de negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaran
sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocando
al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al
sol en la lengua turca, e invocando a la arena en la lengua del
desierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderes
no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sin
cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguiente
sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer
vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida
abierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que
su vestido no estaba ni siquiera manchado.
Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas
y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta
la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín
de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón
azul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al
fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava
que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio;
lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, para
dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la
frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos
azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus
ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su
boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de
fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en las
rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para
rezar y lo hacía constantemente.
Poco importaba que no comprendiera la lengua de los
mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente
con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el
tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando
luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. El
mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó
como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa
amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió
un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando
con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue
posible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado
rica para tales esplendores.
Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte de la
puerta y se encontraron en un patio redondo como el interior
de un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La joven
se sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puerta
que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el
interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe.
Las sombras de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cual
siete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha estaba
desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si no
sería un fantasma.
Las colinas, azules a distancia, se volvían negras, pardas o
grises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercader
de la Turena no perdía el valor y para darse ánimos cantaba
canciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibió
por dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharon
hasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura,
pero no parecía sentir dolor alguno e incluso caminaba
con un paso más seguro y más solemne que los otros, como si
estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El
mercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida
perlaban los talones de la muchacha, que andaba descalza sobre
cascos de porcelana y de vidrios rotos.
Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillas
para entrar a la caverna, que no abría al mundo más que
una boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, más
espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojos
hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron
por doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un
lago muy puro ocupaba el centro del subterráneo, y cuando el
mercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad,
no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie,
como si una sirena bruscamente despertada hubiera expelido
todo el aire que llenaba sus pulmones. El mercader griego empapó
sus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas hasta
las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de un tintorero;
mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual
flotillas de nautilos, por aquellas aguas más densas que las de
los mares. Entonces, la joven deshizo sus largas trenzas y sumergió
los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en ellos
como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero
al mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en las
calzas; luego, al mercader francés, que se llenó el chapeo de za29
firos; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al hombro,
en tanto que el mercader castellano, arrancándose los sudados
guantes de cuero, los llenó y se los puso colgados al
cuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas.
Cuando le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedaban
zafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de abalorios
que llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobre
el corazón.
Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidió
al mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedra
para cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionado
con un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos.
El camino se les hizo más largo que a la ida por la mañana.
El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus
piernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocando
el nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estaba
hambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras de
una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura
almibarada le picaron profundamente en la garganta y en las
manos.
Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo para
evitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el
puerto de los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto,
pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas en
aquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada
al dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosal
erigida antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba el
nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención de
despedirse de los hombres, saludándoles con las manos puestas
en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas
y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de
venderla al príncipe veneciano del Negroponto, de quien se sabía
que le gustaban las mujeres heridas o afectadas de alguna
invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus
lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transforma30
ban en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron
para darle motivos que la hicieran llorar.
La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo
era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche
clara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado su
partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para
echarse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puente
aguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a
violentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido: las ligaduras
colgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como un
cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado
sus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un
montoncito de hierbas aromáticas que exhalaban un humillo
azul.
En los días que siguieron reinó una calma chicha, y los rayos
del sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color de
algas, producían un chirrido de hierro candente sumergido en
agua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano se
habían puesto azules como las montañas que se columbraban
en el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde las
tablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizo
intolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangular
y se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas.
Murió agotado al despuntar la aurora, después de haber
legado sus zafiros al mercader suizo, que era su enemigo
mortal.
Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader
de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar,
con intención de continuar su viaje a lomos de una buena
mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez
mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente
redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta
trece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras siete años de viaje,
se encontró con la sorpresa de que las monedas del monarcapreste
no tenían curso en su país.
En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por una
jarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir
aquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo gusto
que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italiano
desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar
Dogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias
con la laguna. En cuanto al mercader griego, se le ocurrió
atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado de
la barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico
para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron
líquidas y apenas si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotas
de agua transparente. El hombre se consoló pescando peces
y asándolos al rescoldo de la ceniza.
Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación, el
barco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea se
tragó sus zafiros para sustraerlos a la avaricia de los piratas y
murió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mar
y fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés,
molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre
los cadáveres y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia de
quitarle el colgante de falsas piedras azules, que no tenía ningún
valor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva entró por sí
misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra para
mendigar un pedazo de pan.
Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajas
sugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de la
luz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo,
de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángeles
se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban
desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines
de lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonado
al borde de una acera debajo de un paraguas abierto. Los reyes
y los obispos esculpidos en el pórtico de la catedral no hacían
nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o sus
mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.
El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el pórtico
junto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco
de frío, se veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Sus
rodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos de
sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidió
por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto.
El mercader hubiera querido regalarle el colgante de abalorios
azules, puesto que no tenía ninguna otra cosa que ofrecer; mas
en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su cuello, entre las
cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado:
no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo
y la tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer.
Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría niebla
se espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contra
él para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del país
y ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño,
siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñados
que cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucio
estaba que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y el
mercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y que una
siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo,
de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de
harapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había visto
privado de mirada, era milagrosamente azul.
Cuento azul. Marguerite Yourcenar.